27 diciembre, 2006

Réquiem por una muerte anunciada


No dejan de inquietarme determinadas muertes envueltas en el misterio de una vida intensa, al borde del acantilado del que llega a valer más por lo que sabe o por lo que representa que por lo que realmente supondría su muerte.

Hace unos días leí la crónica de una muerte (anunciada, por muchos indicios) que me hizo recordar otras similares, que resultan morbosamente desconcertantes.

Anna Politkovskaya, Bradley Roland Will, Deyda Hydara, Mahmud Za’al (uno de los 163 periodistas muertos en Irak), por citar algunos de los más recientes. Cada uno en una parte del mundo, cada uno con su lucha particular. Todos compartían una profesión, el periodismo. Todos sabían más de lo necesario y todos demostraron, una vez más, que ser valiente sigue saliendo muy caro. Sus muertes se han visto envueltas por la turbia seda de suspense que rodea los cadáveres necesarios para ocultar otras miles de muertes probablemente tan sangrientas e injustas como las suyas.

Muertes en la base de una estructura piramidal, obscena y silenciosa que soporta la cumbre mundial del poder. Rodeadas de demasiadas preguntas y silencios. Inevitablemente pienso en el poder de la información, en el chantaje, en la extorsión, en la existencia de una cúspide de acero. Fría, huraña, secreta, perfumada con la irresistible fragancia erótica del poder. Pienso en la mano invisible de las teorías macroeconómicas, en los finos hilos que manejan esta bola – peonza que es el mundo en el que a veces giramos y otras tan sólo rodamos, en la cruel línea de este hipermercado injusto que es el mundo y que decide quién compra y quién fabrica. En el caballero blanco de la Bolsa. En lo pequeña que soy y lo poco que sé. En la hipocresía de este primer mundo que sabe cuál es el tercero, aunque poco le importa. En la ignorancia sobre dónde se habrá metido el segundo. En la comodidad de pertenecer al sistema y viajar en vuelos turísticos a Kenia, a Cuba o a Bogotá cerrando los ojos, haciendo fotografías. Sin poder soportar el olor de la pobreza, durmiendo en hoteles europeos, viendo paisajes y culturas sin mirarlos, sin intentar ni siquiera entenderlos. Sin tener la capacidad de descifrarlos.

Brindo por el valor, por la valentía y por las mentes abiertas de tantas personas como las que he nombrado. Personas que creen que sí pueden hacer algo más, aunque sepan que probablemente el mundo dejará de existir para ellos y seguirá rodando al antojo de unos pocos, mientras no consigan el apoyo de una pequeña mayoría que quiera abrir los ojos a su verdad y se atreva a preguntarse: ¿esto es la realidad que queremos construir?

Una canción: Séptima Sinfonía (Beethoven)
Un lugar: Cualquiera de los muchos países en los que existen conflictos armados, dictaduras o políticas de terror.
Un deseo: Que una muerte valiente, anunciada e injusta tenga, al menos, el mismo eco televisivo que la de una folclórica.

2 comentarios:

Musa Sosa dijo...

Mistinguett, menudos constructores... y luego que se caen los pabellones.
A ver si por lo menos, algún día salimos a la luz en este viaje interestelar y dejamos de mirarnos el ombligo!

Anónimo dijo...

E.On, caballero blanco de Endesa